miércoles, 21 de noviembre de 2012

La gallina desgollada


La gallina degollada
Horacio Quiroga

Todo el da, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenan la lengua entre los labios, los ojos estpidos y volvan la cabeza con la boca abierta. El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a l, a cinco metros, y all se mantenan inmviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenan fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atencin al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se rean al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegra bestial, como si fuera comida.

Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranva elctrico. Los ruidos fuertes sacudan asimismo su inercia, y corran entonces, mordindose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombro letargo de idiotismo, y pasaban todo el da sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantaln.

El mayor tena doce aos, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.

Esos cuatro idiotas, sin embargo, haban sido un da el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron
su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho ms vital: un hijo: Qu mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagracin de su cario, libertado ya del vil egosmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovacin?

As lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo lleg, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creci bella y radiante, hasta que tuvo ao y medio. Pero en el vigsimo mes sacudironlo una noche convulsiones terribles, y a la maana siguiente no conoca ms a sus padres. El mdico lo examin con esa atencin profesional que est visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.

Despus de algunos das los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se haban ido del todo; haba quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.

-Hijo, mi hijo querido! -sollozaba sta, sobre aquella espantosa ruina de su primognito.

El padre, desolado, acompa al mdico afuera.

-A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podr mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no ms all.

-S...! s! -asenta Mazzini-. Pero dgame: Usted cree que es herencia, que...?

-En cuanto a la herencia paterna,
ya le dije lo que crea cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay all un pulmn que no sopla bien. No veo nada ms, pero hay un soplo un poco rudo. Hgala examinar bien.

Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobl el amor a su hijo, el pequeo idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo ms profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.

Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Naci ste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primognito se repetan, y al da siguiente amaneca idiota.

Esta vez los padres cayeron en honda desesperacin. Luego su sangre, su amor estaban malditos! Su amor, sobre todo! Veintiocho aos l, veintids ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un tomo de vida normal. Ya no pedan ms belleza e inteligencia como en el primognito; pero un hijo, un hijo como todos!

Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitise el proceso de los dos mayores.

Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasin por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la ms honda animalidad,
no ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No saban deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstculos. Cuando los lavaban mugan hasta inyectarse de sangre el rostro. Animbanse slo al comer, o cuando vean colores brillantes u oan truenos. Se rean entonces, echando afuera lengua y ros de baba, radiantes de frenes bestial. Tenan, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada ms. Con los mellizos pareci haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres aos desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.

No satisfacan sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razn de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual haba tomado sobre s la parte que le corresponda en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redencin ante las cuatro bestias que haban nacido de ellos, ech afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio especfico de los corazones inferiores.

Inicironse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a ms del insulto haba la insidia, la atmsfera se cargaba.

-Me parece -djole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos- que podras tener ms limpios a los muchachos.

Berta continu
leyendo como si no hubiera odo.

-Es la primera vez -repuso al rato- que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.

Mazzini volvi un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:

-De nuestros hijos, me parece?

-Bueno; de nuestros hijos. Te gusta as? -alz ella los ojos.

Esta vez Mazzini se expres claramente:

-Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?

-Ah, no! -se sonri Berta, muy plida- pero yo tampoco, supongo...! No faltaba ms...! -murmur.

-Qu, no faltaba ms?

-Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entindelo bien! Eso es lo que te quera decir.

Su marido la mir un momento, con brutal deseo de insultarla.

-Dejemos! -articul, secndose por fin las manos.
-Como quieras; pero si quieres decir...

-Berta!

-Como quieras!

Este fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unan con doble arrebato y locura por otro hijo.

Naci as una nia. Vivieron dos aos con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeci, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que la pequea llevaba a los ms extremos lmites del mimo y la mala crianza.

Si an en los ltimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer.
A Mazzini, bien que en menor grado, pasbale lo mismo.

No por eso la paz haba llegado a sus almas. La menor indisposicin de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Haban acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se verta afuera. Desde el primer disgusto emponzoado habanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruicin, es, cuando ya se comenz, a humillar del todo a una persona. Antes se contenan por la mutua falta de xito; ahora que ste haba llegado, cada cual, atribuyndolo a s mismo, senta mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habale forzado a crear.

Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vesta, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el da sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.

De este modo Bertita cumpli cuatro aos, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algn escalofro y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, torn a reabrir la eterna llaga.

Haca tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.

-Mi Dios! No puedes caminar
ms despacio? Cuntas veces...?

-Bueno, es que me olvido; se acab! No lo hago a propsito.

Ella se sonri, desdeosa:

-No, no te creo tanto!

-Ni yo, jams, te hubiera credo tanto a ti... tisiquilla!

-Qu! Qu dijiste...?

-Nada!

-S, te o algo! Mira: no s lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido t!

Mazzini se puso plido.

-Al fin! -murmur con los dientes apretados-. Al fin, vbora, has dicho lo que queras!

-S, vbora, s! Pero yo he tenido padres sanos, oyes?, sanos! Mi padre no ha muerto de delirio! Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!

Mazzini explot a su vez.

-Vbora tsica! eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! Pregntale, pregntale al mdico quin tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmn picado, vbora!

Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita sell instantneamente sus bocas. A la una de la maana la ligera indigestin haba desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliacin lleg, tanto ms efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.

Amaneci un esplndido da, y mientras Berta se levantaba escupi sangre. Las emociones y mala noche pasada tenan, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada
largo rato, y ella llor desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.

A las diez decidieron salir, despus de almorzar. Como apenas tenan tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.

El da radiante haba arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrndolo con parsimonia (Berta haba aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a la carne), crey sentir algo como respiracin tras ella. Volvise, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operacin... Rojo... rojo...

-Seora! Los nios estn aqu, en la cocina.

Berta lleg; no quera que jams pisaran all. Y ni aun en esas horas de pleno perdn, olvido y felicidad reconquistada, poda evitarse esa horrible visin! Porque, naturalmente, cuando ms intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, ms irritado era su humor con los monstruos.

-Que salgan, Mara! chelos! chelos, le digo!

Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.

Despus de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapse enseguida a casa.

Entretanto los idiotas no se haban movido en todo el
da de su banco. El sol haba traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, ms inertes que nunca.

De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quera observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quera trepar, eso no ofreca duda. Al fin decidise por una silla desfondada, pero faltaba an. Recurri entonces a un cajn de kerosene, y su instinto topogrfico hzole colocar vertical el mueble, con lo cual triunf.

Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cmo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio , y cmo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Vironla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse ms.

Pero la mirada de los idiotas se haba animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras creciente sensacin de gula bestial iba cambiando cada lnea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequea, que habiendo logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintise cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.

-Soltme! Djame! -grit sacudiendo la pierna. Pero fue atrada.

-Mam! Ay, mam! Mam, pap! -llor
imperiosamente. Trat an de sujetarse del borde, pero sintise arrancada y cay.

-Mam, ay! Ma... -No pudo gritar ms. Uno de ellos le apret el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa maana se haba desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancndole la vida segundo por segundo.

Mazzini, en la casa de enfrente, crey or la voz de su hija.

-Me parece que te llama-le dijo a Berta.

Prestaron odo, inquietos, pero no oyeron ms. Con todo, un momento despus se despidieron, y mientras Bertita a dejar su sombrero, Mazzini avanz en el patio.

-Bertita!

Nadie respondi.

-Bertita! -alz ms la voz, ya alterada.

Y el silencio fue tan fnebre para su corazn siempre aterrado, que la espalda se le hel de horrible presentimiento.

-Mi hija, mi hija! -corri ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empuj violentamente la puerta entornada, y lanz un grito de horror.

Berta, que ya se haba lanzado corriendo a su vez al or el angustioso llamado del padre, oy el grito y respondi con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lvido como la muerte, se interpuso, contenindola:

-No entres! No entres!

Berta alcanz a ver el piso inundado de sangre. Slo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de l con un ronco susp

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